viernes, 30 de junio de 2023

Los supuestos históricos del pensamiento político de Ortega

 

Juan del Agua


Cuenta y Razón, n.° 11 Mayo-Junio 1983

Los supuestos históricos

del pensamiento político de Ortega

La obra de Ortega ocupa un lugar tan preeminente en la historia con­temporánea de España que resulta imposible hablar con algún fundamento de cualquiera de los aspectos de su pensamiento, sin antes enumerar si­quiera unas cuantas cuestiones previas o «supuestos históricos». Cuestiones que es preciso tener en cuenta no sólo para entender sus escritos, sino todavía más para valorarlos con rectitud, consideración ésta esencial a la hora del balance y de la comprensión última de su filosofía.



Se trata del conocimiento de los ingredientes principales que componen la circunstancia o mundo en que hubo de vivir: la situación histórica de España y Europa a principios de siglo y durante su primera mitad, la si­tuación de la filosofía y, de manera más general, el estado de la cultura española y europea durante ese mismo tiempo. Es decir, hay que tener una idea precisa de los problemas y cuestiones que movilizaron su pensamiento en busca de solución, ya que constituyen el subsuelo de su filosofía, y de los que no podemos hacer abstracción sin desfigurarla o convertirla en un mero muñón de sí misma 1.


Al despertar el siglo, España vive en plena Restauración canovista. Lleva varias generaciones intentando renovar la vida nacional —el santo y seña de intelectuales y políticos es «regeneracionismo»— con el fin de sacar a la sociedad española de la secular crisis histórica en que había caído: par­ticularismos regionalistas, acción directa como comportamiento político, dis­cordia producida por la «cuestión social». La pérdida de las últimas pose­siones de ultramar y la guerra con los Estados Unidos, en 1898, la agravan aún más, y hacen, por tanto, más urgente la necesidad de renovar los ci-

1 Sobre esta capital cuestión en filosofía véase lo que dice el propio Ortega en Apuntes sobre el pensamiento: su teurgia y su demiurgia, OC, V, págs. 529-547, y el reciente ensayo de Julián Marías «Filosofía y Cristianismo», publicado en Cuenta y Razón, otoño de 1981, y recogido después en Problemas del Cristianismo, 2.a ed., Madrid, 1982, págs. 126-170.

Cuenta y Razón, n.° 11 Mayo-Junio 1983


mientes de la vida española. Hacen frente al problema principalmente los escritores y artistas, quienes, impulsados por una honda preocupación por España, renuevan completamente la literatura y el pensamiento, constru­yendo así las bases interpretativas del futuro de la nación. La proclamación de la mayoría de edad de Alfonso XIII, en 1902, y la aparición de algunos políticos jóvenes, como Maura, vuelven a encender por un momento la esperanza, pero la acumulación de problemas a los que no se da solución bloquea el sistema de la Restauración, que acaba dislocándose años más tarde. Por otra parte, la situación de Europa—aumento de la lucha de clases, nacionalismo rentré y egoísta de la mayoría de las grandes potencias, estallido de la primera guerra mundial en 1914, revolución bolchevique en Rusia en 1917— va a influir de manera terminante en la disgregación de la Monarquía de Sagunto. Estas dos crisis, la española y la europea, tienen, sin embargo, un origen específico que es preciso distinguir.

Mientras la segunda surge del agotamiento de las virtualidades filosó­ficas del pensamiento moderno (racionalismo, positivismo, idealismo), fun­damento de la vida europea desde la segunda mitad del siglo XVIII —un agotamiento, no obstante, en forma de plenitud, si se me permite la para­doja, ya que desemboca en un haz de atisbos fecundos cuya exploración llevará al descubrimiento de nuevos principios filosóficos, más radicales e integradores—, la española viene de mucho más lejos. Sus raíces se re­montan hasta las décadas centrales del siglo XVII y lleva el nombre de «problema de España» 2. Había nacido de la zozobra que causó en algunas minorías la pérdida de nuestra hegemonía en el mundo y del deseo de recuperar la grandeza pasada. Durante el Antiguo Régimen, el restableci­miento del poderío español, pensaron los ilustrados, debía pasar por un acendramiento de la tradición y la absorción de los nuevos saberes que constituían la fuerza y la gloria de algunos países europeos: las ciencias útiles, derivadas de la nueva interpretación matemática de la naturaleza. Se propusieron, por tanto, completar la cultura española con aquellas ra­mas del saber en cuyo desarrollo apenas habíamos participado y que eran indispensables para la plena restauración de la Monarquía hispánica. Pre­tensión de gran aliento, cuya fecunda realización fue desbaratada por el huracán revolucionario francés. No hay que olvidar tampoco la relativa fra­gilidad del edificio levantado por la Ilustración. El fallo de su programa fue no haberlo fundamentado filosóficamente, es decir, no haber cimentado en un principio superador y explícito los diferentes elementos antitéticos que pretendían integrar. Quizá faltó audacia a los ilustrados más creadores, pero tampoco hubo entre ellos, es preciso añadir, ninguna cabeza filosófica relevante. Hay que decir en su descargo que, a causa de la sólida estructura credencial de la sociedad española en que estaban instalados, nunca sintie-

2 Dolores Franco ha reunido en su admirable antología comentada, España como proble­ma, 3.a ed., Barcelona, 1980, los textos más significativos sobre el tema, desde el siglo XVII al XX.


ron una radical necesidad de la filosofía. Sólo después de las catástrofes que siguieron a la caída del Antiguo Régimen —guerra de la Independencia, falta de consenso en las Cortes de Cádiz durante la elaboración y procla­mación de la Constitución de 1812, pérdida de las provincias americanas, suspensión de la Constitución liberal e instauración de un absolutismo ar­bitrario y despótico por Fernando VII, guerras civiles, pronunciamientos militares—, que asolaron España, se empezó a sentir la necesidad de la filosofía, la urgencia de elaborar un pensamiento filosófico propio a la altura del tiempo. El viaje de Julián Sanz del Río, pensionado por el Estado para ir a estudiar filosofía a Bélgica primero y a Alemania después, en 1843 y 1844, constituye el punto de partida de esa aventura intelectual. En un diario íntimo de 1852, Sanz del Río dejó anotado lo que iba a ser el proyecto histórico de España, la finalidad y los medios, para las próximas generaciones: «Nuestro pensamiento general, nuestra aspiración permanente debe ser hoy rehacer nuestra personalidad como pueblo, fortificarla, des­arrollarla, elevarla en sus diversas esferas de vida. Mas para esto no es ni puede ser bastante la voluntad. Se hace preciso tener una ciencia propia. Sin esto, en vano viviremos bajo la influencia más o menos voluntaria de otros pueblos. [...] Sin duda, lo primero que tenemos que conocer es nuestro destino providencial; él debe iluminar nuestros pasos y darnos fuerza en nuestra marcha. Para esto nosotros tenemos que reflexionar sobre nosotros, sobre nuestra historia, sobre nuestras disposiciones, sobre el país que nos sirve de asiento. Pero a la vez debemos dirigir nuestra investiga­ción hacia los otros pueblos que han adelantado más en el mismo sentido. De este modo aprenderemos a estudiarnos a nosotros con el ejemplo del estudio que ellos han hecho»3.

Todos los temas, aspiraciones, metas de la España de nuestro tiempo están indicadas en estas líneas del pensador de Illescas. Lo único que no percibe bien es que esa «ciencia propia» tendrá que ser nueva, una ciencia que supere los límites de la europea, y cuya primera tarea deberá ser la de ahondar en el campo de los principios en busca de otros más radicales que los que han servido de fundamento a la modernidad. En esto va a consistir, precisamente, la obra de Ortega. Pero antes habrán desbrozado el camino, desde las perspectivas más variadas —novela, poesía, ensayo— Valera, Costa, Galdós, Alarcón, Giner de los Ríos, Menéndez Pelayo, por no nombrar más que a unos cuantos escritores anteriores a la Generación del 98, y por esta misma generación, contemporánea de la de Ortega y una de las más creadoras de la literatura española: Unamuno, Azorín, los Ma­chado, Valle-Inclán, Baroja, Maeztu, Menéndez Pidal, Asín Palacios, Gó­mez Moreno, etc.


3 Véase Fernando Martín Buezas, El krausismo español desde dentro, Sanz del Río. Auto­biografía de intimidad, Madrid, 1978, págs. 152-153. «Todas las cosas humanas, al ser his­tóricas, tienen su prehistoria», escribía Ortega en su Leibniz. Sanz -del Río representa la prehistoria de la historia de la filosofía española del siglo xx. Nada menos, pero tampoco nada más.


En actitud polémica con las anteriores, la Generación del 98 se resuel­ve decididamente a innovar. Desde el lenguaje hasta las pretensiones y los temas, todo sale remozado de la pluma de esta prodigiosa generación. Son sus miembros los que, impulsados por un insobornable afán de autentici­dad y su intensa preocupación por España, nos han legado una imagen pre­cisa, concreta, repristinada de nuestra realidad histórica a través de una genial interpretación literaria. Por otro lado, el aporte filosófico de la obra de Unamuno, el miembro quizá más importante de la Generación del 98, ha sido de gran trascendencia; no sólo por su deliberada utilización de la novela como método de conocimiento de la realidad humana, como señaló hace ya muchos años Julián Marías, sino por haber reivindicado infatigable­mente como plano esencial de la vida del hombre el plano del sentido o de las ultimidades. El redescubrimiento de este plano decisivo por el pensa­miento ha sido un factor que ha influido de modo considerable en la ges­tación de la filosofía de Ortega. En un artículo de 1908, «Sobre el Santo», escrito, por tanto, cuando tenía veinticinco años, decía: «Es preciso que el viejo mundo de la fe y el nuevo mundo de la ciencia encajen perfecta­mente para formar la esfera del universo espiritual.» El hecho de que este «encaje» tenga que hacerse desde la filosofía, es decir, que sea necesario acercar los dos mundos mediante la razón, por sus pasos contados —y Or­tega, que dejó inconclusa su filosofía, no llegó a «encajarlos»—, no es óbice para que el problema de las ultimidades actuase subterráneamente muy pronto en sus reflexiones. Y para que no hubiera el mínimo equívoco al respecto, para que quedara clara su posición filosófica ante el tema, con­cluía su artículo: «Mirad que es terrible y amenazador ver a nuestra ané­mica conciencia nacional oscilar desde centurias entre la fe del carbonero y un escepticismo también del carbonero. Si aquélla me mueve a compasión, éste suele infundirme asco; ambos, empero, me dan vergüenza.»

Estas líneas pueden servir para mostrar la actitud de Ortega ante sus coetáneos y contemporáneos. Acepta la herencia que le legan los mayores, pero percibe sus limitaciones y el ineludible deber de superarlas, la nece­sidad de una innovación radical en la cultura española4. El pensamiento literario anterior, sobre todo el de la Generación del 98, le parece admi­rable, pero insuficiente. La literatura muestra o descubre la realidad, pero no demuestra, no da cuenta y razón de ella, no permite en última instancia saber a qué atenerse. «Necesitamos una introducción a la vida esencial», escribirá en 1911; es decir, una introducción a la filosofía, la única tierra firme sobre la que reconstruir España. Por eso, paladín de la europeización,


4 Aceptación que implica una alta valoración del pasado más próximo y, en general, de la realidad histórica de España, valoración que Ortega reafirma a lo largo de su obra: «Esa cosa grande que es España»; «los españoles son una raza antigua, complicada, respetable», etc. Ortega contaba con las virtudes históricas de su pueblo, unas virtudes remozadas por la filo­sofía, más de lo que su crítica de España deja aparecer. Por lo demás, es bien sabido que, sin admiración previa de lo que se critica, la crítica no es fecunda, sino sólo un quehacer destructor o, cuando menos, la expresión resentida de nuestro malhumor.


va a estudiar filosofía a Alemania, país donde su cultivo era más intenso. Pero no va a buscar un sistema, ni siquiera ideas o valores alemanes. Va a buscar métodos, maneras de plantear los problemas; va a disciplinar su intelecto, a tomar posesión del nivel al que había llegado el pensamiento científico y filosófico europeo. Dicho con otras palabras: Ortega va a Ale­mania en busca de ciertos instrumentos intelectuales de que carecíamos para intentar resolver el «problema de España». Europeizar quería decir elaborar un pensamiento propio ala altura de los mejores de Europa, no importar una filosofía del extranjero. Contra este error de muchos «euro-peístas» pondrá a los españoles en guardia, ya en 1906. «Necesitamos cien­cia a torrentes —escribe en La ciencia romántica—, a diluvios para que se nos enmollezcan, como tierras regadas, las resecas testas, duras y hasta berroqueñas. Pero los que más predican la buena nueva de la ciencia no han advertido que quieren que tengamos ciencia alemana o ciencia fran­cesa, pero no ciencia española.» La declaración, en un prólogo a una edi­ción de sus Obras, en 1932, de que «toda mi obra y toda mi vida han sido servicio de España» no era algo exagerado ni vano. Desde el primer mo­mento la preocupación por la realidad española fue el motor de sus espe­ranzas y de sus esfuerzos5.

En Alemania, sin embargo, se le complicaron a Ortega un tanto las cosas. Pronto percibe que los principios que informan la filosofía vigente no permiten dar cuenta de la realidad concreta, del individuo en cuanto tal, del hombre de carne y hueso, es decir, de la realidad histórica, que es siempre única e irreductible. La actitud intelectual de Unamuno le mostra­ba la otra alternativa, el irracionalismo, pero ambas eran inaceptables, pues conducían a un callejón sin salida. La ilimitada curiosidad de Ortega por todas las ramas del saber le salvó, sin embargo, del dilema. En efecto, por sus años mozos, los métodos y principios de las ciencias más ilustres que había engendrado el pensamiento filosófico moderno —la física, las mate­máticas, la biología-— empezaban a dar muestras de haber llegado a sus límites, ya que ciertas conclusiones científicas comprometían su validez, los ponían en tela de juicio6. Pero, a la vez, estos hechos insinuaban la vir­tual existencia de otros principios más radicales, y esto fue, sin duda, un poderoso estímulo para Ortega en su búsqueda de un manantial más hondo de saber, capaz de dar razón de toda la realidad tal y como se presenta al hombre, y de la realidad personal e histórica de éste. Por otro lado, el propio Ortega ha confesado el papel que desempeñó la recién elaborada


5 En 1910, en su famosa conferencia «La pedagogía social como programa político», decía
taxativo: «El español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisio­
nero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre
el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio.» Problema de
España, es decir, un problema histórico. De ahí que su política tenga que consistir en un
conocimiento previo de la historia de España, y que empiece siendo «pedagogía política».

6 Véanse las precisiones que sobre la cuestión da Ortega en un curso de 1915, reciente­
mente publicado (Investigaciones psicológicas, Madrid, 1982, cap. I). Véase también lo que
dice sobre «la manera de pensar» en la filosofía moderna, en Idea del principio en Leibniz,
varios capítulos, OC, VIII.


fenomenología de Husserl en su descubrimiento de la vida humana como realidad radical7.

Ahora bien, esto quiere decir que el hallazgo de ese nuevo principio o realidad radical iba a tener una doble significación. Por un lado, permitir la solución del «problema de España», y por otro, superar la crisis en que había entrado Europa a causa del agotamiento de las posibilidades históri­cas que encerraban los principios sobre los que había fundado su forma de vida desde hacía dos siglos. Por eso, en 1910, año en que Ortega llega a una primera intuición de lo que va a ser su metafísica (Adán en el Pa­raíso), escribe estas palabras entusiastas, palabras que vienen a ser la ex­presión del proyecto histórico de España para el siglo xx y, quizá, un poco más: «Cuando postulamos la europeización de España, no queremos otra cosa que la obtención de una forma de cultura distinta de la francesa, la alemana. [...] Queremos la interpretación española del mundo. [...] Una secular tradición y ejercicio de lo humano ha ido sedimentando densas secreciones espirituales. Desde lo alto se dominan espacios ilimitados. Esta altura ideal es Europa: un punto de vista. Clávese sobre España el punto de vista europeo. La sórdida realidad ibérica se ensanchará hasta lo infini­to; nuestras realidades, sin valor, cobrarán un sentido dentro de símbolos humanos. Y las palabras europeas que durante tres siglos hemos callado surgirán de una vez, cristalizando en canto. Europa, cansada en Francia, agotada en Alemania, débil en Inglaterra, tendrá una nueva juventud bajo el sol poderoso de nuestra tierra. España es una posibilidad europea. Sólo mirada desde Europa es posible España.» Esto último es esencial. Ortega ve a España como parte irreductible de un todo, Europa, y es desde esa perspectiva europea que España volverá a encontrarse a sí misma, a ser la que tiene que ser. «Sólo mirada desde Europa es posible España.» Esta postura excluye todo nacionalismo—por el que Ortega sentía «exquisito desprecio»—-/pero afirma, en cambio, vigorosamente la realidad nacional, ya que Europa está constituida de ellas. Para Ortega, cada nación lo es con las demás, implica a las demás, tiene que contar con las demás. En ello consiste la riqueza de Europa: ser una y plural. Cuando una de las partes o varias fallan, siempre queda alguna otra en reserva para continuar pro­pulsando la historia de Europa, Y Ortega piensa que, dada la situación de las grandes naciones europeas —la crisis estallará con una increíble bruta­lidad en 1914; y volverá a estallar, más destructora aún, en 1939—, es el momento de que España vuelva a entrar en escena. «Creemos, en efecto, que ha empezado para nuestro país una buena época», escribía en 1915, convicción que repetirá a menudo hasta 1936, y que en la forma de guardar esperanza en la capacidad de su pueblo mantendrá hasta el fin de sus días. El fundamento o punto de partida no es, pues ninguna abstracción o figura ideal de Estado o sociedad, sino la realidad concretísima de España, realidad que es necesario poner en forma mediante la filosofía, esto es, el


7 Véase Prólogo para alemanes, OC, VIII, pág. 42.


conocimiento racional y la imaginación creadora. Puesta en forma que debe comenzar por los elementos más simples —las aldeas-— hasta conseguir la total revertebración del país. «Vamos a inundar con nuestra curiosidad y nuestro entusiasmo los últimos rincones de España», exclama en Vieja y nueva política (1914); catorce años después, en otro de sus textos políticos más importantes, La redención de las provincias, vuelve a insistir: «Con­centrémonos en una gran tarea histórica, cuya primera e imprescindible estación es conquistar para España el nivel de los tiempos. Hay que re­mozar a España. Totalmente. En todos sentidos. [...] Hay que ir a la reforma de España. Pero España no es el Ministerio de la Gobernación, ni él Parlamento, ni la Dictadura, ni la Constitución. España es esos millones de labriegos con la mano en la mecerá; es esas villas polvorientas y esas opacas capitales de provincia; es todo ese fondo nacional que, entretenidos en mirar la superficie, solemos olvidar.» La primera e imprescindible esta­ción: ocuparse de la España profunda que vive, olvidada, en la «intra-historia». ¿Se ve hasta qué punto Ortega sigue un camino distinto del de los políticos al uso? Para él Gobierno, Parlamento, Constitución —demo­crática y liberal, esto se sitúa para Ortega en el nivel de la buena educa­ción —no son más que medios, instrumentos. El Estado es el órgano de la autoridad, el instrumento social organizador de los recursos existentes en vista de la realización colectiva del proyecto histórico que es la nación. El Estado administra, fomenta, está al servicio de la sociedad. De ahí que defina a la política: «Política es tener una idea clara de lo que se debe hacer desde un Estado en una nación. La gran política se reduce a situar el cuerpo social en forma que pueda fará da se*.» Frente al individualismo insolidario y disgregador del liberalismo burgués del siglo xix, en que «la sociedad no tiene carácter sustancial, sino que es meramente el tejido re­sultante de las relaciones entre los individuos», y, frente al arcaísmo sim­plista y tiránico del fascismo y del comunismo—-«bolchevismo y fascismo son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día; son primitivismo»—, Ortega considera a la sociedad como uno de los ingredientes esenciales de la vida humana, incluso previo a la vida individual que únicamente se da dentro de ella, y afirma su carácter programático. Su política es, por consiguiente, una política de la libertad, fundada en la interpretación de las sociedades y civilizaciones como proyec­tos de vida colectiva. Proyectos que hay que ir inventando, y cuya trama está hecha de vidas personales, esto es, de vidas auténticas e innovadoras que han aceptado libremente el reto que impone siempre el destino. Los grados de autenticidad y creación pueden ser muy variados, pero no se olvi­de que ambas pueden darse en la realización cotidiana de los quehaceres más elementales. En cambio, cuando el hombre se entrega a cualquier en­gaño o simplismo y la imaginación le abandona, el proyecto que constituye a la sociedad se esfuma, y ésta decae, se desagrega o desaparece. La vida es una tarea que realizamos en y con las cosas del mundo, y está aquejada de una radical inseguridad. Es como una interminable novela a la que hay que ir encontrando argumento y sentido —hacía adelante y hacia atrás—, una aventura que sólo vive de continuidad innovadora, de solidaridad histórica, en una palabra, de historia, única sustancia de que está hecho lo humano.

La revertebración de España, empero, no representa más que la primera fase de la reconstrucción nacional. España no se reduce a la expresión de sus límites geográficos peninsulares, sino que ha dado vida a un enjambre de pueblos allende el mar: el mundo hispánico,, la primera manifestación de eso que más tarde va a llamarse Occidente. Tiene, por tanto, que resol­verse a emprender su organización—una organización compartida por to­dos y para todos, y en la que España podría ejercer la función de «Plaza Mayor». «No queda a nuestra raza —escribe Ortega en 1915— otra salida por el camino real de la historia si no es América. La organización de nuestro influjo moral en el Nuevo Mundo es la sola política de altura en que podemos pensar.» Este proyecto no significa ningún apartamiento de Europa, al contrario. Se trata de una necesaria «retracción» a la realidad hispánica8 como consecuencia de la guerra europea, expresión ésta de la radical crisis en que el continente europeo se hallaba sumido. La guerra, en efecto, significa el fallo de la Europa civilizada, o que se tiene por tal: falta de imaginación para superar los problemas, incapacidad de diálogo, preeminencia de los intereses particulares sobre los europeos entre las grandes naciones, chauvinismo morboso en casi todas ellas, caída de los intelectuales más prestigiosos en el partidismo nacionalista e ideológico, etcétera. Esto último era, quizá, lo más inquietante. La dimisión de los intelectuales, el abandono de su misión de mantener la verdad en toda circunstancia, significaba el abandono de la brújula que había servido de orientación a Europa a lo largo de su historia. Todavía más: la desaparición del fundamento de la vida europea, es decir, la interpretación razonada de la realidad. Solicitado por parte de algunos intelectuales franceses y ale­manes a que «tomara partido» por la cultura de unos o de otros, Ortega, que era «aliadófilo», se niega, precisamente, en nombre de Europa. «Des­pués del Renacimiento —escribe—, la cultura consiste en la comunidad y colaboración espiritual de estos tres pueblos: Francia, Inglaterra y Alema­nia. No cabe, pues, hablando rigorosamente, aislar de las otras la cultura de uno de estos pueblos que sólo se diferencian en matices, cuya integra­ción es la verdadera cultura.» Y se refiere a la actitud de los intelectuales europeos en estos términos: «Por primera vez ha faltado en Europa esa exigua minoría de hombres en quienes, a la hora de la pasión, la ceguera y el torbellino, parece localizarse la conciencia serena de los intereses con­tinuos humanos frente a los intereses transitorios de un pueblo o grupo de pueblos, hombres cuyo silencio, por decirlo así, activo ponía algún freno a los frenesíes que en él veían como anticipados sus remordimientos.»

Esta situación de dimisión de Europa es la qué lleva a Ortega a pro-



* Hacerlo por sí misma (Nota mía)

8 Sobre esto, el ensayo de Julián Marías «La retracción a España del europeo Ortega» (1974), en Obras, IX, págs. 619-632.


clamar la necesidad apremiante de reorganizar el mundo hispánico en su totalidad, ya que representa en aquella coyuntura el solo recurso de Europa (el otro recurso eran los Estados Unidos, pero lo han sido —lo son— desde otra perspectiva y en otros dominios). Esta es la razón por la que pide a sus compatriotas una «política de lo serio y lo grande», y en la pre­sentación de El Sol, en diciembre de 1917, escribe en las páginas del ilus­tre periódico: «Si no nos determinamos a dar mayor finura, mayor eviden­cia y concreción, mayor elegancia a nuestros pensamientos, todo será en vano. Tenemos que ensancharnos las cabezas para dar a nuestras ideas di­mensiones de mundialidad. La España villorrio no nos interesa: queremos y creemos posible una España mundial. Cuando España fue, fue una España mundial —fue la inventora de lo mundial—. No aceptó que hubiese nada en la tierra que le fuera extraño. Con mayor o menor acierto, puso en todo mano y se dejaba conmover por cuanto en el Universo acaecía. [...] La existencia histórica ha tomado luego otras formas, y hoy, vida mundial no quiere decir, como entonces, dominio del mundo, sino sensibilidad para cuanto acontece en el mundo, cabeza múltiple, sutil y clara.»

Aun cuando el dominio español tuviese también otra finalidad que la del mero poder —España luchó durante casi dos siglos por el restableci­miento de la unidad religiosa en Europa—, la situación actual, en efecto, es muy otra. Ahora es la cultura, los principios mismos sobre los que se funda, la que está en crisis. De ahí que, en Vieja y nueva política, al hablar de los problemas y proyectos que deben configurar la nueva política, ad­vierta de manera inequívoca: «La política no es la solución suficiente del problema nacional porque es éste un problema histórico. Por tanto, esta nueva política tiene que tener conciencia de sí misma y comprender que no puede reducirse a unos cuantos ratos de frívola peroración ni a unos cuan­tos asuntos jurídicos, sino que la nueva política tiene que ser toda una acti­tud histórica.»

Desde el principio, Ortega ha tenido plena conciencia de que los ver­daderos problemas de la época eran problemas culturales, históricos, que afectaban no a una mayor o menor justicia distributiva o social, sino a la raíz misma de la civilización9. En sus años juveniles, cuando proclama la necesidad de remozar la «emoción liberal» y dice que ésta tiene que ser socializadora, esto es, reconstructora de la vieja ciudad terrestre que las revoluciones han derruido, pero no reconstruido, acusa a sus contemporá­neos de haber caído en la trampa materialista y del primado económico, dejando en barbecho las partes esenciales del hombre. Precisamente aque­llas que es más urgente despertar, revitalizar, regenerar: los deseos, los



9 Lo cual no quiere decir que para Ortega los problemas de la justicia social y de la creación de riqueza no fueran capitales. Se trata de que los problemas más graves de nuestro tiempo se encuentran en un estrato aún más hondo que el de éstos. Los problemas no pro­vienen principalmente del «hacer», sino «de lo que hay que hacer». Sobre la justicia social como ingrediente de la vida humana, véase el libro de Julián Marías La justicia social y otras justicias, 2.a ed., Madrid, 1979, donde se encontrarán análisis muy pertinentes acerca de este tema, que tanto lugar ocupa en la vida contemporánea.


sentimientos, la sensibilidad, las pretensiones, las ideas; en una palabra, todo lo que se refiere a la cultura del alma. Así, en «La reforma liberal», artículo de 1908: «Llamo liberalismo a aquel pensamiento político que an­tepone la realización del ideal moral a cuanto exija la utilidad de una por­ción humana, sea ésta una casta, una clase o una nación.» Defensa apasio­nada de lo esencial sobre lo accesorio o secundario, de lo profundo sobre lo superficial, del interés general sobre el interés propio, defensa de la que el hombre «moderno» había perdido la costumbre, y hasta la razón de su sentido.

En otro artículo político, escrito en octubre de 1920, a raíz del aumen­to de los asesinatos políticos y de la discordia que azotaba al país, vuelve sobre el tema: «El capitalismo del siglo xix ha desmoralizado a la humanidad. Sin duda que creó una fabulosa riqueza material; pero ha empobre­cido la conciencia ética del hombre. Cultivando con insensato exclusivismo el nervio del interés y el dogma de la utilidad, ha embotado en los indivi­duos todas las emociones propiamente morales.» La crítica de la cultura y de los valores decimonónicos es constante en la obra de Ortega: politicis­mo, partidismo, materialismo, marxismo, capitalismo, tradicionalismo, radi­calismo. Considera que la «modernidad» es una cultura de medios y que la reforma más urgente es devolver a la realidad todos los planos de que está compuesta. Frente a la cultura moderna, que reduce y desdibuja la perspectiva que configura la vida humana, Ortega proclama la necesidad de crear una nueva cultura, una cultura de postrimerías fundada en la filo­sofía, en la nueva idea de la vida humana como realidad radical —o prin­cipio en el que se enráizan o se dan todas las demás realidades—, descu­bierta por él. Esta interpretación de la realidad en que el «yo» y las «co­sas» no son más que dos ingredientes o elementos constitutivos de la única realidad que es vivir —yo haciendo, teniendo que hacer siempre, algo con las cosas, y ellas «haciéndome» a mí— llena el mundo de realidades con­cretas, consistentes, graves, dramáticas, y lo convierte en un «escenario» en el que todo vuelve a adquirir espesor, gravedad, a cargarse de posibili­dades y de esperas; en una palabra, a cargarse de destino. «La cultura, ri­gorosamente hablando —escribe Ortega en las últimas páginas de El es­pectador (1930)—, es el sistema de convicciones últimas sobre la vida; es lo que se cree con postrera y radical fe sobre el mundo. Esta fe puede ser científica o no, religiosa o sin Dios. La cuestión es que el hombre vea ante sí, con evidencia decisiva, la arquitectura de su mundo. [... ] Siempre falta a nuestra cultura ese último garfio por el cual agarre inexorablemente nuestra adhesión. Una cultura —como las ha habido— de que el hombre no puede desentenderse porque está fundida con su existencia individual es lo que llamo una cultura con raíces, hincada en el hombre, autóctona. La moderna, al consistir en cosas plausibles y admirables, pero no necesa­rias e ineludibles, forma una mitología [...] de dioses secundarios, todos convenientes y canjeables, pero ninguno necesario. Sólo el plano de la ultimidad coloca en su sitio al otro: el de las penultimídadés. [...] Una vida sin mundo, es decir, sin contorno definitivo, sin tierra firme en que acon­tecer, es una vida falsa, sin raíces ni autoctonía.»


La creación de una nueva cultura, repito, que tenga en cuenta todas las dimensiones de la realidad, tal es, según Ortega, el tema de nuestro tiempo, el gran proyecto histórico que es necesario emprender para volver a dar a nuestra civilización occidental un norte y un sentido. Empresa con varios planos y niveles que se interpretan y sostienen mutuamente, y que van desde la revitalización de nuestras aldeas y comarcas hasta las grandes cuestiones y problemas internacionales de nuestra época. Programa que sólo puede llevarse a cabo con un conocimiento minucioso de la realidad 10: de la realidad histórica de España, de la del mundo hispánico, de la de las demás naciones de Europa y de América, de la situación del mundo en que vivimos —y que Ortega describió con sin igual agudeza en su libro La rebelión de las masas, de las zonas todavía inexploradas del nuevo con­tinente filosófico descubierto por él. Conocimiento, por tanto, de nuestros problemas, recursos y posibilidades. De este conocimiento de la realidad forma parte su pensamiento político, que trata de la manera de poner en marcha, desde el punto de vista colectivo, esta gran creación histórica. Ta­rea nada fácil si se piensa en las dos condiciones que implica tal hazaña: no imitar al extranjero e innovar a partir del pie forzado que nos dé la concreta realidad española. «Hay que inventarlo todo —advertía en 1929—: los grandes temas, las ideas jurídicas, los gálibos de las institu­ciones, los sentimientos motores y hasta el vocabulario.»

La empresa era inmensa y los molinos de los dioses muelen muy despa­cio. Vista desde nuestros días, y dada la borrasca que soplaba de Europa —«feroz viento de desánimo», dice Ortega en el «Prólogo» a la primera edición de sus Obras—, no es demasiado sorprendente que la navecilla es­pañola se fuera a pique en 1936. La República, en cuyo advenimiento Or­tega había participado con tanto entusiasmo, siguió el torpe camino de la facilidad y entró pronto en el callejón sin salida de la discordia. Desde su escaño de diputado, Ortega intentó, con su clarividencia y su poderosa retórica, rectificar su rumbo, pero no se le hizo caso, y en octubre de 1932 abandonó toda actividad política. Emprendió entonces su «segunda navega­ción», es decir, la profundización y desarrollo de su sistema, desarrollos que han permitido ahondar aún más en el conocimiento histórico, sustrato de su pensamiento político, y de toda idea que pretenda estar a la altura de la época. La cultura española había dado pasos muy importantes hacia


10 Sobre la imperiosa necesidad de atenerse a la realidad, de evitar el pensamiento utó­pico, escribió Ortega, en su España invertebrada: «La suplantación de lo real por lo abstrac­tamente deseable es un síntoma de puerilidad. No basta que algo sea deseable para que sea realizable, y, lo que es aún más importante, no basta que una cosa se nos antoje deseable para que lo sea en verdad. Sometido al influjo de las inclinaciones dominantes en nuestro tiempo, yo he vivido también durante algunos años ocupado en resolver esquemáticamente cómo deben ser las cosas. Cuando luego he entrado de lleno en el estudio y meditación del pasado histórico, me sorprendió superlativamente hallar que la realidad social había sido en ocasiones mucho más deseable, más rica en valores, más próxima a una verdadera perfec­ción, que todos mis sórdidos y parciales esquemas» (OC, III, pág. 100).



las metas esbozadas por él y pensó que, con la ayuda de las generaciones jóvenes, la continuación creadora acabaría por influir en la vida política nacional. Desgraciadamente no fue así. Los trágicos sucesos españoles de 1936 y la situación europea, que desembocó poco más tarde en la segunda guerra mundial, retardaron por muchos decenios el comienzo de sus espe­ranzas. En 1935 hizo una advertencia que, después de los desastres y acontecimientos vividos desde entonces, nadie debería desoír, ya que se trata, nada menos, de la clave de nuestro futuro: «Como la llamada época moderna es el tiempo de la razón física, la etapa que ahora se inicia será la de la razón histórica. Esperémoslo cuando menos. De no serlo, nuestra civilización sucumbiría en una pavorosa y vertiginosa retrogradación.» Ad­vertencia, quizá, de mayor actualidad hoy que en aquel momento.

J. del A.*

* Profesor de Filosofía.

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