jueves, 29 de junio de 2023

Helio Carpintero, sobre la "Escuela de Madrid"

 

La Escuela de Madrid, entre el


 ayer y el mañana


HELIO CARPINTERO*


Uno de los hechos de mayor significación intelectual en la España del siglo XX ha sido, a no dudar, la constitución de una tradición filosófica original, innovadora, fecunda en logros, si bien en gran medida condenada a la dispersión, la fragmentación, el exilio, la peregri­nación por otras tierras.



Es a esa tradición a la que nos referimos cuando hablamos, siguiendo a Julián Marías, a José Ferrater Mora, y hoy ya, a muchos otros autores, acerca de la “Escuela de Madrid”.

Se trata, como Ferrater ha escrito, de una cierta comunidad entre autores, relacionados de uno u otro modo con la figura de Ortega, y que mantienen entre sí conexiones muy sutiles y flexibles, a veces casi imperceptibles, algunas incluso subterráneas, lejos de toda rigidez escolástica.

Quien por vez primera usó esa expresión para titular uno de sus libros, y realizó un primer análisis global y delimitativo ha sido Julián Marías. Y no deja de ser curioso que él mismo haya dicho en alguna ocasión a ese respecto que tal escuela no ha sido una escuela ni ha estado en Madrid. Pero el concepto ha prendido. Ferrater lo introdujo en su “Diccionario de Filosofía”, si no recuerdo mal, en su cuarta edición (1958), y ello le dio un respaldo definitivo entre lectores y eruditos. Hoy a veces sirve como ejemplo máximo de una escuela filosófica puramente ideal, concebida en la pureza de una estructura de relaciones intelectuales, sin mezcla de materia alguna. La cosa no deja de ser curiosa.

El desarrollo de la filosofía ha sido, desde el principio, cosa de escuelas. El pensamiento requiere expresión, y esta acontece principalmente en el diálogo, a través de las preguntas y las respuestas. La contraposición de opiniones y su confrontación con la realidad ha sido, a lo largo de siglos, el viento ideal que ha impulsado el ejercicio de la mente en su búsqueda de la verdad. La escuela representa la articulación de esas funciones dialogantes en un sistema estable. Cuando el diálogo progresa, se establece una comunidad de sentido entre los que participan. La cohesión es particularmente fuerte en el caso en que se trate de un pensamiento innovador, que entraña una visión nueva sobre el hombre o el mundo. Un caso notorio es, precisamente, esta Escuela de Madrid.

Su nacimiento entre infieles. La Escuela de Madrid, sin lugar a dudas, está centrada en torno al pensamiento de Ortega y Gasset. Pero lo está, como decía yo antes, de un modo puramente ideal o espiritual, sin instituciones ni academias que la sustenten, sin cátedras que la divulguen ni coacción o fuerza que la unifique.

Su primer fundamento se halla en la filosofía de Ortega, y las primeras conexiones surgieron en la Facultad de Filosofía de Madrid, donde aquel fue muchos años catedrático, hasta la guerra civil. En aquella Facultad, que tiene ya en nuestros días un fulgor casi mítico —la Facultad de Ortega, Menéndez Pidal, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Asín Palacios, Zubiri, Salinas, y tantos otros nombres capitales de la cultura de este siglo—, donde García Morente fue decano y habilísimo piloto a la hora de hacerla navegar, es donde empezó a trenzarse la red de interacciones, que iba a constituir el trasfondo de la Escuela.

Manuel García Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, forman sin duda el primer círculo en torno al maestro Ortega. Luego la espiral del magisterio fue abriéndose a nuevas dimensiones: los primeros ayudantes —María Zambrano, Pedro Caravia— y luego los estudiantes que continuaron —Julián Marías, Antonio Rodríguez Huéscar— y luego, más tarde, Paulino Garagorri, con otros nombres muy conocidos, en otros campos más o menos cercanos, como los de José Antonio Maravall, Luis Díez del Corral, Salvador Lissarrague, Recasens Siches, aunque luego la precisión se desvanece, con el paso del tiempo y las peripecias de la vida intelectual en España.

Los primeros discípulos tuvieron la impresión de asistir al nacimiento de una verdadera filosofía que surgía ante sus ojos, y se hacía en español. Lo dijo Zubiri con ocasión de un homenaje a Ortega en 1935: “Recibimos entonces de él lo que ya nadie podrá recibir: la irradiación intelectual de un pensador en formación”.

Eran muy pocos. Y estuvieron muy pronto estrechamente unidos unos con otros. José Gaos ha contado su dedicación a la filosofía apoyado por la generosa protección y apoyo de Morente, que le acogió a su llegada a Madrid; su aprendizaje continuo, intensivo, de la mañana a la noche, de labios de Zubiri —un Zubiri en traje talar que un día le explicara la fenomenología con el ejemplo de una rosa que llevaba en la mano, mientras caminaban de la Moncloa a la Residencia de Estudiantes—; sus excursiones por la sierra madrileña oyendo pensar en alta voz a Ortega, un nuevo peripatetismo que ha tenido el paisaje madrileño al fondo.

Pero apenas hubo más. Escribieron en la “Revista de Occidente”, tradujeron para ella algunos de sus más esenciales libros, pero la guerra civil se encargó de deshacer la Facultad que les albergaba a todos, y de dispersarlos en todas direcciones por el planeta. No hubo empresas ni manuales colectivos, no hubo congresos, ni una revista especializada que los agrupase. Y en ningún sitio se construyó nada que pudiera parecer una escuela de pensamiento institucionalizada y materializada.

El surgimiento de la Escuela. La Escuela de Madrid no nació de la exuberancia de recursos y de medios que en ocasiones animan a ciertos grupos intelectuales a consolidar su situación; antes al contrario, esta Escuela nació precisamente en el espacio en ruinas de aquella convivencia originaria, que había sido aniquilada por la guerra.

En los años posteriores a la guerra civil, corrieron aires de hostilidad para cuanto significaba la cultura de la república, el institucionismo, y el liberalismo, y, por descontado, la filosofía de Ortega. Recuérdese que el P. Manuel Barbado O.P., convertido en esos años en director del Instituto de Filosofía “Luis Vives” y del de Pedagogía “San José de Calasanz”, del CSIC, y catedrático de psicología en la reconstruida Facultad de Filosofía de Madrid, dibujó así sus planes para la filosofía española: “…Reinando la anarquía en los entendimientos cuando se trata de las cuestiones teóricas más trascendentales, en vano se harán esfuerzos por restaurar aquella unidad nacional profunda que fue la raíz de todas nuestras grandezas y que dimanó de la unidad de pensamiento en el terreno filosófico y religioso, íntimamente unidos. Tratándose de España, ni que decir tiene que la doctrina filosófica que debe ser enseñada en las cátedras oficiales es la contenida en la Filosofía tradicional, a cuyo desarrollo contribuyeron tanto nuestros antiguos maestros, y que es la única aceptada por la Iglesia y la única que puede servir de base para una sólida cultura religiosa” (Barbado, 1946).

Mientras semejante pensamiento escolástico se extendía por el bachillerato, las universidades y los círculos académicos oficiales, y brilló sin sombras Santo Tomás de Aquino, algunos sintieron la necesidad de continuar la tradición de preguerra hacia el futuro, con fidelidad a aquellos maestros que, en la Facultad de Morente, parecían enseñar filosofía auténtica, y ahora se habían desvanecido por meras razones políticas.

En la recuperación del inmediato pasado, Julián Marías, ha ocupado un lugar esencial. Acertó, antes que nadie, a darle voz a aquella tradición, a través de un libro nacido de los estímulos y las enseñanzas de los maestros ahora negados o silenciados: ese papel corresponde a su famoso libro sobre Historia de la filosofía (1941). En él se cierran sus páginas con la presentación del pensamiento de Ortega, y se abren con un prólogo importante de Zubiri, y se dice expresamente que en este libro vive y alienta la manera como se concebía y enseñaba la filosofía en la Facultad de Letras de Madrid, en los años de la República. (En las últimas ediciones, el libro incluso incorpora un epílogo de Ortega. Pieza esencial entre sus escritos del ocaso de su vida).

Y así, frente a un omnipresente escolasticismo, comenzó a resurgir el aliento y el espíritu del inmediato ayer. Y hubo, al fin, de aparecer la imagen adecuada: una Escuela, y precisamente de Madrid, nada escolástica, abierta, dispersa, con sus miembros descoyuntados, diseminados por varios países, pero que representaba la posibilidad de una existencia intelectual auténtica, fundada en las concepciones que Ortega había venido alumbrando en el inmediato pasado.

No era una cosa fácil: Ortega se hallaba en España marginado, alejado de la vida académica oficial, reducido a la vida privada de un escritor; Morente había muerto, tras vivir la experiencia personal de una conversión religiosa, que en algún sentido desdibujó su imagen de los años anteriores a la guerra; Zubiri se había secularizado, y como consecuencia, terminó por verse reducido a abandonar la universidad madrileña y convertirse en un pensador encerrado en su intimidad; Gaos, en el exilio; Granell, María Zambrano, y algunos más, en Hispanoamérica; el propio Marías estaba reducido a ser un escritor, cerradas las puertas para cualquier puesto universitario tras su libro declaradamente orteguiano. Que sigamos hablando de aquella Escuela es indicador, sobre todo, de una poderosa vitalidad.

El espíritu de la Escuela. La vitalidad de un pensamiento depende sobremanera de su capacidad de responder a las cuestiones que cada época siente como esenciales.

Ortega había comenzado a escribir sobre filosofía hacia 1910. Muy pronto dijo que lo hacía como filósofo en país de infieles, análogamente a aquellos obispos a los que Roma concedía una sede “in partibus infidelium”. Se trataba, en realidad, de construir una filosofía como cimiento a una renovación radical de la sociedad y la mentalidad españolas, que desde el 98, y tal vez antes, venían reclamando ciertas minorías en el país. El empeño de Ortega, cada vez se ve más claro, no era sólo hacer una filosofía “nueva”, ni “original”, sino aquella que pudiera permitir “saber a qué atenerse”, y más concretamente, que pudiera permitirlo a un español de comienzos del siglo XX.

El ahondamiento en la existencia auténtica del hombre, en su mortalidad, y en su enraizamiento en un pueblo, una lengua y una historia, había inspirado ya la acción y la obra de Unamuno.

Ortega impulsó la reflexión filosófica dentro del rigor conceptual que había traído nuestro siglo, principalmente por obra de Husserl. Gracias a su esfuerzo, el pensamiento español logró ponerse a nivel con lo más innovador de este siglo. Y, evidentemente, el “país de infieles” ha llegado a ser una tierra filosóficamente cultivada.

No consta, a veces, suficientemente la magnitud de su logro. Ortega ha hecho de la filosofía la más radical conjunción de un saber teórico y un saber práctico. Práctico, porque aspira a hacer posible el “saber a qué atenerse” que cada hombre necesita para vivir; teórico, porque aquello sobre lo que aspira a saber, es precisamente la vida, y ésta es la verdadera estructura radical dentro de la cual toda realidad se muestra y constituye, y nosotros mismos nos construimos. Ha hecho igualmente esencial la conjunción entre lo individual de cada cual y la naturaleza social e histórica de que el individuo está formado, terminando con las reducciones naturalistas de lo humano. Y ha hecho de la narración y la historia la forma más compleja y elevada de la razón con la que alzarse a comprender lo real. Por si fuera poco, lo ha hecho creando todo su edificio intelectual desde las entrañas de nuestra lengua, empleando a fondo sus recursos —la etimología, la metáfora, el fulgor de la literatura. Ortega fuerza siempre al lector a devenir meditador, a reestructurar y revivir los significados, comprendiendo las imágenes y desarticulando las frases hechas; repele las escolásticas, y en su lugar obliga a mirar y a ver. Leerle es por tanto ponernos a pensar, desde nuestra lengua y desde nuestro mundo, y es, por eso, comenzar ya a filosofar —entrando a hallarse, del modo más simple y modesto, en los umbrales de su Escuela. La conexión entre filosofía y literatura no es ocasional, en particular al referirse al quehacer del filósofo como escritor, a través del cual cobra plenitud su propio esfuerzo inquisitivo y conocedor.

El futuro de la Escuela. En esta Escuela apenas hay otros intereses que los púramente relacionados con el pensamiento y la verdad. Su falta de peso institucional sólo es comparable a la magnitud de su libertad y originalidad. Su pertenencia a la misma no ha sido reforzada por particulares beneficios ni prebendas; más bien al contrario, ha sido general tener que nadar contra corriente, o contra otras corrientes, sucesivamente influyentes dentro del espacio social.

Ha habido, además, una historia interna, que algún día habrá que reconstruir, y que ha llevado a la emergencia singularizante de la filosofía de Zubiri, las modulaciones personales a que llegaran otras figuras interesantes, como Gaos, o Granell, o María Zambrano, y a las innovaciones acumulativas de Marías respecto a muchos de los temas orteguianos.

Más allá de las diferencias, esta es, a no dudar, la tradición de nuestro pensamiento reciente, que ha enraizado en una situación histórica determinada, en nuestra propia lengua, y en un cierto modo de concebir la filosofía como esclarecimiento de la existencia y camino para la autenticidad personal y social.

Se trata de una filosofía esencialmente enraizada en el análisis del hombre, mejor aún, en el de la persona. La obra última de Marías es un claro ejemplo de las perspectivas que sobre lo humano y lo social se abren desde esta filosofía.

Más que nada en el mundo, sin duda, va a importar en el siglo que viene alcanzar una más profunda comprensión de lo humano, que reconozca su irreductible peculiaridad y su condición histórica y simbólica. A ello van a obligar los avances científicos que se están produciendo en la genética, la neurociencia, la psicología y las ciencias de la sociedad.

Se trata del conjunto de cuestiones que, desde el principio, han caracterizado a esta tradición de pensamiento. El hombre de nuestro tiempo y el del que está empezando a llegar aspira cada vez más a comprender lo concreto, y a admitir las abstracciones en la medida en que puedan servir para incrementar esa comprensión. Más que teorías, quiere tener modelos; más que sistemas abstractos, quiere reglas y juegos con los que opere un ordenador. Busca producir imágenes del pensamiento, de las actividades de la mente, de las estructuras hereditarias básicas, incluso si es posible busca tener una imagen del momento inicial del universo. En esa búsqueda la concreción demanda el respeto al punto de vista desde el que el observador observa, y con ello, obliga a reconocer el papel esencial que juega la perspectiva en el conocimiento y la comprensión. En este marco, una filosofía que emparejó verdad y perspectiva, y que reconoció la esencial interdependencia del yo y la circunstancia, tiene sin duda un prometedor futuro. Si encima resulta que crece de modo imparable el número de los que piensan y hablan en español, se da aquí un nuevo factor de posible crecimiento y consolidación para la Escuela. En todo caso, importa que las innovaciones intelectuales logradas en ella no se malogren una vez más. Con la experiencia de una guerra civil hay más que suficiente.

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