jueves, 13 de julio de 2023

La rebelón de las masas

El libro de pensamiento más importante del siglo XX, escrito por Ortega y Gasset, y prologado por Julián Marías en dos ocasiones.

En el siguiente enlace se puede acceder al contenido del libro con el prólogo de Julián Marías:

 La rebelión de las masasprólogo Julián Marías (1982)


Otro prólogo, esta vez del año 1975, para la edición de Austral:


Introducción

a La Rebelión de la masas*


JULIÁN MARÍAS *


La rebelión de las masas es el libro mas famoso de Ortega, y aun de la lengua española en el siglo XX. Pero muy pronto rebasó los límites del español, y ha sido traducido a casi todas las lenguas importantes y a muchas que no lo son. En algunas de ellas se ha difundido en cientos de miles de ejemplares. Cuando apareció en inglés, el Atlantic Monthly escribió: “Lo que el Contrato social de Rousseau fue para el siglo XVIII y Das Kapital de Karl Marx para el XIX, debería ser La rebelión de las masas del señor Ortega para el siglo XX”. Este pequeño libro se ha convertido en uno de los grandes libros de nuestro tiempo. Se publicó por primera vez en 1930, hace ahora cuarenta y cinco años; a diferencia de los libros de moda, su vitalidad no ha hecho sino crecer. Envidiable destino el de este libro afortunado, casi increíble si se piensa que es un libro español.

Y sin embargo, hay que preguntarse en serio si su destino ha sido enteramente envidiable; porque un libro de pensamiento, de teoría, se escribe para ser entendido, y no es seguro que La rebelión de las masas se haya entendido bien. Los malentendidos surgieron pronto, se han acumulado con el tiempo, se han solidificado como un muro no enteramente transparente, acaso sólo traslúcido, que ha estorbado la lectura a las generaciones siguientes. Ha llamado excesivamente la atención sobre sí; quiero decir, la fama de este libro ha hecho que se lo tome aislado, separado del conjunto de la obra de Ortega, en la cual se encuentran sus raíces y su última justificación. En el caso de los lectores de muchas lenguas, este es el único libro de Ortega disponible, y no pueden recurrir al resto de su obra.

El título es ya fulgurante —y fue uno de los factores de su éxito inicial—; pero, como tantas veces en Ortega, es tan brillante que invita a contentarse con él, a no leer la obra, a creer que basta con el título para saber lo que el autor piensa. En 1937 y 1938 añadió Ortega a su libro un “Prólogo para franceses” y un “Epílogo para ingleses”, que evidentemente intentaban orientar a los lectores. Hacia 1950 andaba pensando en una segunda parte que se titularía Veinte años después.

Por esas fechas, cuando empecé a presentar este pensamiento a personas de otras lenguas, di algunas conferencias con el título: “El trasfondo filosófico de La rebelión de las masas”. Es claro que este libro trata de una cuestión muy precisa y limitada, y es sólo un capítulo de la sociología de Ortega; pero esta, a su vez, es su teoría de la vida colectiva, es decir, un capitulo de su teoría general de la vida humana o metafísica. Si se aísla el texto de su contexto, la intelección no puede ser plena. Pero ni siquiera los que han dispuesto de él han solido comprender bien este libro famoso. Quizá haya alguna otra razón suplementaria, que compense la claridad casi deslumbrante de este libro.

La rebelión de las masas se publicó en forma de libro en 1930, pero su contenido había sido anticipado en artículos y conferencias algunos años antes, como Ortega recuerda en una nota. En 1937, en el “Prólogo para franceses”, advierte los cambios que se han producido, sobre todo los que afectan a los primeros capítulos, y dice: “El lector debería, al leerlos, retrotraerse a los años 1926-1928”. Es decir, si mis cálculos generacionales son rectos, este libro pertenece a la zona de fechas 1916-1931. Una época intelectualmente espléndida, de la cual seguimos viviendo; de admirable porosidad, que dio fama instantánea a escritores de primera calidad —lo que es asombroso—: Proust, Kafka, Mann, Rilke, Scheler, Heidegger, Joyce, Wilder, Faulkner, Pirandello, Valéry, Unamuno, Ramón Gómez de la Serna... Esto hizo posible la resonancia inmediata de este libro español.

Pero apenas se había secado la tinta de la imprenta, coincidiendo con las primeras traducciones, se produce hacia 1931 un cambio de generación. El libro nació en una, pero vivió desde la cuna en otra bien distinta: en una época de politización. Es decir, un tiempo en que todo —lo político y lo que no lo es— se toma políticamente, y como si fuera político, en que todo se reduce a esa “única cuestión” de averiguar si algo o alguien es de “derecha o de izquierda”. En España, la politización superficial había empezado ya, hacia 1929, en las luchas con la Dictadura de Primo de Rivera; la profunda no había comenzado aún, como muestra la forma pacífica del advenimiento de la República, la artificialidad de las primeras violencias menores, bien distintas de las que aparecen hacia 1933-34, que es cuando realmente se politiza la sociedad española (no tal o cual grupo minoritario). Es el tiempo en que los comunistas alemanes deshacen el Centro y, sobre todo, la social-democracia y dejan el camino abierto a los nacionalistas extremos y, sobre todo, a Hitler, que ocupará el poder a comienzos de 1933. Análogas explosiones de fanatismo y violencia ocurren en las demás sociedades europeas, donde el sentido nacional va cediendo frente a una nueva “lealtad”, la partidista, con lo cual la Guerra Mundial de 1939-45 se desdoblará en una serie de guerras civiles, manifiestas o larvadas, de “quislings” y “quintas columnas”, fenómeno desconocido en la primera guerra.

Esto hizo que La rebelión de las masas fuese entendida políticamente, es decir, no fuese bien entendida. En la primera página, Ortega advertía que convenía evitar dar a sus expresiones “un significado exclusiva o primariamente político”. Y agregaba “La vida pública no es sólo política sino a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar”. En 1937 tiene que aclarar con mayor energía. “Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece a su subsuelo.” Y, ya con malhumor: “Ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de la hemiplejia moral.” Y todavía agregaba que, para aumentar la confusión, “hoy las derechas prometen revoluciones y las izquierdas proponen tiranías”.

¿Es que La rebelión de las masas no tiene que ver con la política? Claro que sí, y su significación política es mucho mayor hoy que la de casi todos los libros de política del último medio siglo; pero esto es así por haber tomado los problemas políticos en su raíz social, a un nivel más profundo que el de la política. Gran mayoría de los lectores de La rebelión han tenido una óptica políticamente condicionada, y en rigor no han leído más que lo que en este libro tiene una significación política directa; lo cual quiere decir que su lectura ha sido parcial, incompleta, insuficiente, y a última hora políticamente insuficiente.

El pensamiento de Ortega es sistemático, aunque sus escritos no suelan serlo; los he comparado a icebergs, de los cuales emerge la décima parte, de manera que sólo se puede ver su realidad íntegra buceando. Es cierto que Ortega da suficientes indicaciones para que esta operación pueda ser realizada, pero hay que realizarla, es decir, no se puede leer a Ortega pasivamente y sin esfuerzo, sin cooperación. Su método fue “la involución del libro hacia el diálogo”; tenía presente al lector, pero esto obliga a leer en actitud activa y dialogante. Han pasado tres generaciones justas desde que Ortega publicó su libro; estamos, homólogamente, al final de un período generacional, exactamente como en 1930; si no me engaño, en 1976 se iniciará una nueva “zona de fechas” y con ella otra variedad humana, por lo menos occidental —y claro es que esta condicionará el mundo en su conjunto—. Quisiera llamar la atención sobre el propósito y el contenido de este libro, y preguntarme qué ha pasado con él tres generaciones más tarde, cuando son hombres maduros, lindantes con la vejez, los que fueron juveniles lectores de La rebelión de las masas.

La última página de este libro enuncia una cuestión más importante aún que el tema central: “¿qué insuficiencias radicales padece la cultura europea moderna?”. Y Ortega concluye: “Mas esa gran cuestión tiene que permanecer fuera de estas páginas, porque es excesiva. Obligaría a desarrollar con plenitud la doctrina sobre la vida humana que, como un contrapunto, queda entrelazada, insinuada, musitada, en ellas. Tal vez pronto pueda ser gritada.”

No se me escapó la frase que he subrayado, cuando leí por primera vez este libro, un par de años después de su publicación. Ortega renunciaba a desarrollar esa doctrina “con plenitud”, pero advertía que allí estaba presente; conociéndolo, podía asegurarse que estaba lo bastante presente. Vamos a verlo.

Compara Ortega una modesta actividad humana, comprar, en el siglo XVIII y en el XX; la analiza en su detalle, observa que la actividad de comprar concluye en decidirse por un objeto, es una elección, y esta empieza por darse cuenta de las posibilidades que ofrece el mercado. Y a continuación nos da este párrafo de estricta filosofía original:

Cuando se habla de nuestra vida, suele olvidarse esto, que me parece esencialísimo: nuestra vida es en todo instante, y antes que nada, conciencia de lo que nos es posible. Si en cada momento no tuviéramos delante más que una sola posibilidad, carecería de sentido llamarla así. Sería más bien pura necesidad. Pero ahí está: este extrañísimo hecho de nuestra vida posee la condición radical de que siempre encuentra ante sí varias salidas, que por ser varias adquieren el carácter de posibilidades entre las que hemos de decidir. (En nota: En el peor caso, y cuando el mundo pareciera reducido a una única salida, siempre habría dos: ésa y salirse del mundo. Pero la salida del mundo forma parte de éste, como de una habitación la puerta.) Tanto vale decir que vivimos como decir que nos encontramos en un ambiente de posibilidades determinadas. A este ámbito suele llamarse “las circunstancias”. Toda vida es hallarse dentro de la “circunstancia” o mundo. Porque este es el sentido originario de la idea “mundo”. Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades vitales. No es, pues, algo aparte y ajeno a nuestra vida, sino que es su auténtica periferia. Representa lo que podemos ser; por lo tanto, nuestra potencialidad vital. Esta tiene que concretarse para realizarse, o, dicho de otra manera, llegamos a ser sólo una parte mínima de lo que podemos ser. De ahí que nos parezca el mundo una cosa tan enorme, y nosotros, dentro de él, una cosa tan menuda. El mundo o nuestra vida posible es siempre más que nuestro destino o vida efectiva.”

Y después de mostrar desde ahí, desde esa doctrina, el cambio reciente, concluye introduciendo un tema que parece de hoy, pero que está ya en 1930: “No quiero decir con lo dicho que la vida humana sea hoy mejor que en otros tiempos. No he hablado de la cualidad de la vida presente, sino sólo de su crecimiento, de su avance cuantitativo o potencial.” Y la doctrina filosófica continúa:

La vida, que es, ante todo, lo que podemos ser, vida posible, es también, y por lo mismo, decidir entre las posibilidades lo que en efecto vamos a ser. Circunstancia y decisión son los dos elementos radicales de que se compone la vida. La circunstancia —las posibilidades— es lo que de nuestra vida nos es dado e impuesto. Ello constituye lo que llamamos el mundo. La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse desde luego en un mundo determinado e incanjeable: éste de ahora. Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo —el mundo es siempre éste, éste de ahora— consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias y, consecuentemente, nos fuerza... a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir.”

Es, pues, falso decir que en la vida ‘deciden las circunstancias’. Al contrario: las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter”.

Todo esto vale también para la vida colectiva. También en ella hay, primero, un horizonte de posibilidades, y luego, una resolución que elige y decide el modo efectivo de la existencia colectiva. Esta resolución emana del carácter que la sociedad tenga, o, lo que es lo mismo, del tipo de hombre dominante en ella”.

Por lo pronto somos aquello que nuestro mundo nos invita a ser, y las facciones fundamentales de nuestra alma son impresas en ella por el perfil del contorno como por un molde. Naturalmente, vivir no es más que tratar con el mundo. El cariz general que él nos presente será el cariz general de nuestra vida”.

No es cosa —dice Ortega— de lastrar este ensayo con toda una metafísica de la historia. Pero claro es que lo voy construyendo sobre el cimiento subterráneo de mis convicciones filosóficas expuestas o aludidas en otros lugares. No creo en la absoluta determinación de la historia. Al contrario, pienso que toda vida y, por lo tanto, la histórica, se compone de puros instantes, cada uno de los cuales está relativamente indeterminado respecto al anterior, de suerte que en él la realidad vacila, piétine sur place, y no sabe bien si decidirse por una u otra entre varias posibilidades. Este titubeo metafísico proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento.” “Todo, todo es posible en la historia, lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigurosamente hablando, drama”.

¿No empieza a ser sorprendente cuánta doctrina filosófica rigurosa está expresa en La rebelión de las masas? ¿No empieza el lector a sentirse asombrado de que entre los innúmeros comentarios que tal libro ha suscitado apenas alguno lo haya puesto con conexión con estas ideas que son su efectivo origen? ¿No se siente una alarma al pensar si se habrá podido entender? Pues bien, Ortega escribe, a continuación de las palabras que acabo de copiar, la siguiente nota:

Ni que decir tiene que casi nadie tomará en serio estas expresiones, y los mejor intencionados las entenderán como simples metáforas, tal vez conmovedoras. Sólo algún lector lo bastante ingenuo para no creer que sabe ya definitivamente lo que es la vida, o por lo menos lo que no es, se dejará ganar por el sentido primario de estas frases y será precisamente el que —verdaderas o falsas— las entienda. Entre los demás reinará la más efusiva unanimidad, con esta única diferencia: los unos pensarán que, hablando en serio, vida es el proceso existencial de un alma, y los otros, que es una sucesión de reacciones químicas. No creo que mejore mi situación ante lectores tan herméticos resumir toda una manera de pensar diciendo que el sentido primario y radical de la palabra vida aparece cuando se la emplea en el sentido de biografía, y no en el de biología. Por la fortísima razón de que toda biología es, en definitiva, sólo un capítulo de ciertas biografías, es lo que en su vida (biografiable) hacen los biólogos. Otra cosa es abstracción, fantasía y mito.” Y de esta estructura biográfica o biografiable de la vida humana se desprende una consecuencia decisiva: “Es el porvenir quien debe imperar sobre el pretérito, y de él recibimos la orden para nuestra conducta frente a cuanto fue”.

Ese carácter programático y dramático del hombre, ese “titubeo metafísico” —espléndida expresión que no sé si Ortega usó otras veces— frente a la circunstancia, lleva a los temas del esfuerzo y la autenticidad “Toda vida es la lucha, el esfuerzo por ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son precisamente lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades. Si mi cuerpo no me pesase, yo no podría andar. Si la atmósfera no me oprimiese, sentiría mi cuerpo como una cosa vaga, fofa, fantasmática.” “No es que no se deba hacer lo que le dé a uno la gana; es que no se puede hacer sino lo que cada cual tiene que hacer, tiene que ser. Lo único que cabe es negarse a hacer eso que hay que hacer; pero esto no nos deja en franquía para hacer otra cosa que nos dé la gana. En este punto poseemos sólo una libertad negativa de albedrío —la voluntad—. Podemos perfectamente desertar de nuestro destino más auténtico; pero es para caer prisioneros en los pisos inferiores de nuestro destino.”

Ortega introduce un concepto que merecería retenerse y ponerse al lado de la distinción leibniziana entre las vérites de raison y las vérités de fait: la verdad de destino. Y aclara: “Las verdades teóricas no sólo son discutibles, sino que todo su sentido y fuerza están en ser discutidas; nacen de la discusión, viven en tanto se discuten y están hechas exclusivamente para la discusión. Pero el destino —lo que vitalmente se tiene que ser o no se tiene que ser— no se discute, sino que se acepta o no. Si lo aceptamos, somos auténticos; si no lo aceptamos, somos la negación, la falsificación de nosotros mismos. El destino no consiste en aquello que tenemos gana de hacer; más bien se reconoce y muestra su claro, rigoroso perfil en la conciencia de tener que hacer lo que no tenemos ganas.” Y todavía, por si no estuviera claro, en nota: “Envilecimiento, encanallamiento, no es otra cosa que el modo de vida que le queda al que se ha negado a ser el que tiene que ser. Este su auténtico ser no muere por eso, sino que se convierte en sombra acusadora, en fantasma, que le hace sentir constantemente la inferioridad de la existencia que lleva respecto a la que tenía que llevar. El envilecido es el suicida superviviente”.

La consecuencia es la farsa, el desarraigo en el sentido más literal. “Vidas sin peso y sin raíz” —dice Ortega en 1930, no se olvide la fecha— déracinées de su destino, que se dejan arrastrar por la más ligera corriente. “Es la época de las ‘corrientes’ —añade— y del ‘dejarse arrastrar’.” Y esto no es una “ocurrencia”, algo dicho de pasada, sino el núcleo de la idea orteguiana de la vida. Por eso dice poco más adelante: “El día que vuelva a imperar en Europa una auténtica filosofía —única cosa que puede salvarla— se volverá a caer en la cuenta de que el hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior.” Pero la memoria —y sobre todo la memoria española— es tan flaca, que a veces se esgrimen contra Ortega, al cabo de unos años, sus propias ideas. Las cuales tienen, y en el mismo texto, un desarrollo explícito y expreso:

La vida humana, por su naturaleza propia, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Se trata de una condición extraña, pero inexorable, escrita en nuestra existencia. Por un lado, vivir es algo que cada cual hace por sí y para sí. Por otro lado, si esa vida mía, que sólo a mí me importa, no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin ‘forma’. Estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse. Todos los imperativos, todas las órdenes, han quedado en suspenso. Parece que la situación debía ser ideal, pues cada vida queda en absoluta franquía para hacer lo que le venga en gana, para vacar a sí misma. Lo mismo cada pueblo. Europa ha aflojado su presión sobre el mundo. Pero el resultado ha sido contrario a lo que podía esperarse. Librada a sí misma, cada vida se queda en sí misma, vacía, sin tener qué hacer. Y como ha de llenarse con algo, se finge frívolamente a sí misma, se dedica a falsas ocupaciones, que nada íntimo, sincero, impone. Hoy es una cosa; mañana, otra, opuesta a la primera. Está perdida al encontrarse sola consigo. El egoísmo es laberíntico. Se comprende. Vivir es ir disparado hacia algo, es caminar hacia una meta. La meta no es mi caminar, no es mi vida; es algo a que pongo ésta y que por lo mismo está fuera de ella, más allá. Si me resuelvo a andar sólo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte; doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar por dentro de sí”.

Esta doctrina se completa con los pasos rigurosamente exigidos para que el lector pueda orientarse y saber a qué atenerse. Es decir, hay un método. “La imaginación —escribe Ortega— es el poder liberador que el hombre tiene”. “Lo esencialmente confuso, intrincado, es la realidad vital concreta, que es siempre única.” “Porque la vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad y procura ocultarla con un telón fantasmagórico, donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado que sus ‘ideas’ no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad. El hombre de cabeza clara es el que se liberta de esas ‘ideas’ fantasmagóricas y mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad —a saber, que vivir es sentirse perdido—, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme. Instintivamente, lo mismo que el náufrago, buscará algo a que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz, porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad.”

Esta teoría de la vida humana culmina en la conexión entre el hacer dramático, que no es mera actividad, y el futuro. “Quiérase o no —dice Ortega—, la vida humana es constante ocupación con algo futuro. Desde el instante actual nos ocupamos del que sobreviene. Por eso vivir es siempre, siempre, sin pausa ni descanso, hacer. ¿Por qué no se ha reparado en que hacer, todo hacer, significa realizar un futuro? Inclusive cuando nos entregamos a recordar. Hacemos memoria en este segundo para lograr algo en el inmediato, aunque no sea más que el placer de revivir el pasado. Este modesto placer solitario se nos presentó hace un momento como un futuro deseable; por eso lo hacemos. Conste, pues; nada tiene sentido para el hombre sino en función del porvenir.” Y aún subraya en una nota: “Según esto, el ser humano tiene irremediablemente una constitución futurista; vive ante todo en el futuro y del futuro.”

¿Será posible? Si se presentase esta serie de textos juntos a los innumerables lectores de La rebelión de las masas, ¿cuantos entre ellos sabrían que proceden de este libro? ¿Cuántos se han enterado de ellos, han leído la doctrina sociológica y política como algo que emerge de la visión filosófica que en estas páginas se encierra y que es su justificación? No se tenga la menor duda: el que no tiene presente la doctrina que acabo de reunir y recordar no ha leído La rebelión de las masas. Esta introducción quisiera ser una invitación a su lectura íntegra y en serio.

El que Ortega parta de una doctrina filosófica no es azaroso ni secundario. La única cosa que puede salvar a Europa, ha dicho, es que vuelva a imperar en ella una auténtica filosofía. La única, repárese bien en ello —y calcúlese en qué trance ha de estar ahora, en 1975—. Sólo un saber radical puede superar los problemas radicales —de radical desorientación— que afectan a la vida humana, individual y colectiva. Pero la filosofía tiene una singular independencia, una extraña “falta de necesidades”.

La filosofía no necesita ni protección, ni atención, ni simpatía de la masa. Cuida su aspecto de perfecta inutilidad, y con ello se liberta de toda supeditación al hombre medio. Se sabe a sí misma, por esencia, problemática, y abraza alegre su libre destino de pájaro del Buen Dios, sin pedir a nadie que cuente con ella, ni recomendarse, ni defenderse. Si a alguien, buenamente, le aprovecha para algo, se regocija por simple simpatía humana; pero no vive de ese provecho ajeno, ni lo premedita, ni lo espera. ¿Cómo va a pretender que nadie la tome en serio, si ella comienza por dudar de su propia existencia, si no vive más, que en la medida en que se combata a sí misma, en que se desviva a sí misma?”

Y, subrayando esa independencia, continúa: “Para que la filosofía impere no es menester que los filósofos imperen —como Platón quiso primero—, ni siquiera que los emperadores filosofen —como quiso, más modestamente, después—. Ambas cosas son, en rigor, funestísimas. Para que la filosofía impere, basta con que la haya; es decir, con que los filósofos sean filósofos. Desde hace casi una centuria los filósofos son todo menos eso, son políticos, son pedagogos, son literatos o son hombres de ciencia”.

Esto lleva a Ortega a formular, aunque brevemente y casi de pasada, una teoría del conocimiento, del concepto, de la razón, en suma, que “hubiera irritado a un griego”. “Porque el griego creyó haber descubierto en la razón, en el concepto, la realidad misma. Nosotros, en cambio, creemos que la razón, el concepto, es un instrumento doméstico del hombre, que éste necesita y usa para aclarar su propia situación en medio de la infinita y archiproblemática realidad que es su vida. Vida es lucha con las cosas para sostenerse entre ellas. Los conceptos son el plan estratégico que nos formamos para responder a su ataque. Por eso, si se escruta bien la entraña última de cualquier concepto, se halla que no nos dice nada de la cosa misma, sino que resume lo que un hombre puede hacer con esa cosa o padecer de ella. Esta opinión taxativa, según la cual el contenido de todo concepto es siempre vital, es siempre acción posible, o padecimiento posible de un hombre, no ha sido hasta ahora, que yo sepa, sustentada por nadie; pero es, a mi juicio, el término indefectible del proceso filosófico que se inicia con Kant. Por eso, si revisamos a su luz todo el pasado de la filosofía hasta Kant, nos parecerá que en el fondo todos los filósofos han dicho lo mismo. Ahora bien: todo el descubrimiento filosófico no es más que un descubrimiento y un traer a la superficie lo que estaba en el fondo”.

Esta es la teoría de la razón vital, descubierta por Ortega en 1914, lentamente desarrollada y puesta en práctica a lo largo de toda su obra, formulada inequívocamente en La rebelión de las masas, con clara conciencia de que no ha sido sustentada por nadie. Y todavía cuarenta y cinco años después puede decirse que no ha sido pensada por nadie que no sea del linaje filosófico de Ortega. Estas ideas, y sólo ellas, hacen posible este tan famoso libro.

Cuando se relee ahora La rebelión de las masas, no se comprende que se escribiera hace cuarenta y cinco años; parece que describe y analiza la situación del mundo de hoy —o acaso de mañana—. El primer capítulo se titula “El hecho de las aglomeraciones”. Todo está lleno. El lector se pregunta: ¿en 1930? ¿No es ahora cuando lo está? “Vivimos en sazón de nivelaciones —escribe Ortega—: se nivelan las fortunas, se nivela la cultura entre las distintas clases sociales, se nivelan los sexos”; y agrega: “También se nivelan los continentes.” Hoy miramos a aquellos años como la época en que no pasaban esas cosas, por oposición a la nuestra; Ortega vio ya que estaban pasando. Por otra parte, advertía: “Europa no se ha americanizado. No ha recibido aún influjo grande de América. Lo uno y lo otro, si acaso, se inician ahora mismo”.

El hecho característico, el más importante de la vida europea, es “el advenimiento de las masas al pleno poderío social”. “Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas sólo ni principalmente ‘las masas obreras’. Masa es ‘el hombre medio’”. No se trata, pues, de clases sociales, ni siquiera de grupos sociales permanentes; se trata de funciones. Quiero decir que todos los hombres pertenecen, en principio, a la masa, en cuanto no están especialmente cualificados, y sólo emergen de ella para ejercer una función minoritaria cuando tienen tal o cual competencia o cualificación pertinente, después de lo cual se reintegran a la masa. Precisamente uno de los temas capitales de este libro es el de la “barbarie del especialismo”, aquella en virtud de la cual el hombre cualificado en un campo particular se comporta fuera de él como si tuviera competencia y autoridad, y no como uno de tantos, necesitado de seguir las orientaciones de los real-mente cualificados. Con lo cual queda dicho que una cosa es la masa —ingrediente capital de toda sociedad— y otra el hombre-masa —que puede no existir, porque es una enfermedad o dolencia que a veces sobreviene a las sociedades.

El hombre selecto o de la minoría no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más. No se trata de clases sociales, sino de clases de hombres. Se ha producido un enorme crecimiento de la vida: las masas ejercen muchos repertorios vitales que antes pare-cían reservados a las minorías; las posibilidades se han ampliado fabulosamente. Pero esto ha introducido la improvisación: se han lanzado al escenario histórico oleadas de hombres a los que no se ha podido saturar de la cultura tradicional. “De puro mostrarse abiertos mundo y vida al hombre mediocre, se le ha cerrado a este el alma”. La rebelión de las masas consiste en la obliteración de las almas medias; ese es el hombre-masa, que no es tonto, sino al contrario, que tiene “ideas” taxativas sobre todo, pero ha perdido el sentido de la audición. Por eso se produce la barbarie en el sentido literal del término: ausencia de normas y de posible apelación. Ortega recuerda la aparición, con el sindicalismo y el fascismo, de un tipo de hombre que no quiere dar razones ni quiere tener razón.

La consecuencia de esto es la violencia —que parece “el tema de nuestro tiempo”, del nuestro de ahora—. Adelantaré que aquí hay un grave error en La rebelión de las masas, quizá el error de este libro. En un lugar de él, Ortega dice de la violencia: “Hoy ha llegado a su máximo desarrollo, y esto es un buen síntoma, porque significa que automáticamente va a iniciarse su descenso” ¿Cómo pudo escribir esto, precisamente cuando la violencia estaba empezando, un poco antes del triunfo de Hitler y de las matanzas de Alemania en 1934 y de la revolución de Asturias y de las purgas de Moscú y de la guerra civil española y de la Guerra Mundial, con los campos de concentración y los bombardeos arrasadores y la eliminación de millones de judíos y de los que no lo eran? Tenemos una impresión parecida a la que nos producen los ataques de Unamuno o del propio Ortega a la dictadura de Primo de Rivera, que hoy nos parece tan moderada, apacible, casi inocente. Estaban tan “mal acostumbrados” por una etapa de insólita civilización, que creían pronto haber llegado al máximo. El hombre de nuestro tiempo sabe que siempre puede venir algo peor, mucho peor. ¿Lo sabe? A veces juega con la realidad como si no lo supiera o no quisiera saberlo.

La verdad es que Ortega, hasta cuando se equivoca, suele ver algunas cosas importantes. Y a continuación del gran error que acabo de copiar añade: “Pero aun cuando no sea imposible que haya comenzado a menguar el prestigio de la violencia como norma cínicamente establecida, continuaremos bajo su régimen: bien que en otra forma.” Y esa forma es la que procede del Estado. (“El mayor peligro, el Estado”, se titula uno de los capítulos.

Pero ¿qué es la violencia? Ortega recuerda que el hombre ha recurrido perpetuamente a ella; unas veces era simplemente un crimen, y no interesa; otras, el medio a que recurría el que había agotado todos los demás para defender la razón y la justicia que creía tener; y entonces era “el mayor homenaje a la razón y la justicia”. Y llama a esta violencia la razón exasperada. Es decir, literalmente, la ultima ratio. “La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio”. Pero ahora, añade, la acción directa subvierte el orden y hace de la violencia la prima ratio, la única razón. “Es la Carta Magna de la barbarie.” En eso estamos hoy, mucho más que en 1930: entre los que lo fían todo a la violencia y los que utópicamente creen que puede eliminarse la violencia, que no hay derecho a usarla, especialmente contra los violentos.

Cuando Ortega muestra que el fabuloso crecimiento del mundo contemporáneo ha sido posible por la alianza de la técnica científica y la democracia liberal, recuerda que el liberalismo es “la suprema generosidad, el derecho que la mayoría otorga a la minoría”, “el más noble grito que ha sonado en el planeta”. Bolchevismo y fascismo, en cambio, son “dos claros ejemplos de regresión sustancial”, no porque no contengan alguna verdad parcial, sino “por la manera anti-histórica, anacrónica, con que tratan su parte de razón”. “Movimientos típicos de hombres-masas.” “Uno y otro —bolchevismo y fascismo— son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino la de un arcaico día, ya usado una y mil veces; son primitivismo.” “Necesitamos de la historia íntegra para ver si logramos escapar de ella, no recaer en ella.” Esta frase, leída en 1975, es particularmente escalofriante, porque se está realizando algo muy poco truculento, pero aterrador: la extirpación de su historia al hombre occidental —al hombre que verdaderamente la tiene y por eso no se ha detenido nunca y no ha habido nadie que lo pare.

No quiero “exponer” La rebelión de las masas: ¿para qué, si ahí está el libro? Sólo trato de orientar al lector para que no lo lea olvidándolo al mismo tiempo, tapando con un dedo imaginario las justificaciones o las conexiones esenciales. Hay que recordar cómo distingue Rusia de su aparente marxismo —“Rusia es marxista aproximadamente como eran romanos los tudescos del Sacro Imperio Romano”—, cómo advierte que, a pesar de la poca atracción del comunismo sobre los europeos, que siempre han puesto sus fervores a la carta de la individualidad, que no ven en la organización comunista un aumento de la felicidad humana, es posible que se derrame sobre Europa el comunismo arrollador y victorioso, por su carácter de magnífica empresa; es una “moral” extravagante, pero puede imponerse si no se le enfrenta “una nueva moral de Occidente, la incitación de un nuevo programa de vida”.

Europa se ha quedado sin moral; hay una crisis de las normas —de todas las normas—; las naciones son insuficientes, se han quedado pequeñas, hay que integrarlas en una Europa unida, en los Estados Unidos de Europa. Esto decía Ortega en 1930, y Europa prefirió destruirse nueve años después (y ahora intenta hacer esa unión europea con una bandera exclusivamente económica, que a nadie entusiasma, y tardíamente, cuando Europa ya no es suficiente, cuando no es más que uno de los dos ló-bulos inseparables de Occidente).

Ortega dedicó las porciones más vivaces de La rebelión de las masas a analizar lo que es una nación: su origen, sus supuestos, su proceso de desarrollo, su saturación, su crisis. La formación de las unidades nacionales le sirvió de modelo para comprender lo que podría ser homólogamente el “paso a otro género”: a la super-nación Europa, no una nación más grande. La clave del pensamiento de Ortega es que “lo que en una cierta fecha parecía constituir la nacionalidad aparece negado en una fecha posterior”. León, pero no Castilla; León y Castilla, pero no Aragón; y así sucesivamente: “Es evidente la presencia de dos principios: uno, variable y siempre superado —tribu, comarca, ducado, “reino”, con su idioma o dialecto—; otro, permanente, que salta libérrimo sobre todos esos limites y postula como unidad lo que aquél consideraba precisamente como radical contraposición.” Esta es la lúcida interpretación del principio de incorporación, de constitución de unidades sociales superiores.

Y, por supuesto, Ortega anticipa en dos decenios teorías que, no sin alguna comicidad, se han presentado como su corrección o rectificación. Así, cuando escribe ¡en 1930!: “Los filólogos —llamo así a los que hoy pretenden denominarse “historiadores”— practican la más deliciosa gedeonada cuando parten de lo que ahora, en esta fecha fugaz, en estos dos o tres siglos, son las naciones de Occidente, y suponen que Vercigetórix o que el Cid Campeador querían ya una Francia desde Saint-Malo a Estrasburgo —precisamente— o una Spania desde Finisterre a Gibraltar. Estos filólogos —como el ingenuo dramaturgo— hacen casi siempre que sus héroes partan para la guerra de los Treinta Años. Para explicarnos cómo se han formado Francia y España, suponen que Francia y España preexistían como unidades en el fondo de las almas francesas y españolas. ¡Como si existiesen franceses y españoles originariamente antes de que Francia y España existiesen! ¡Como si el francés y el español no fuesen, simplemente, cosas que hubo que forjar en dos mil años de faena!”

Las naciones no se han formado por comunidad de sangre, ni por las “fronteras naturales”, ni por la unidad lingüística. Es más bien el Estado nacional el que nivela las diferencias étnicas y lingüísticas. El principio nacional —a diferencia de otros tipos de comunidad humana— es este: “En Inglaterra, en Francia, en España, nadie ha sido nunca sólo súbdito del Estado, sino que ha sido siempre participante de él, uno con él.” “Nación significa la ‘unión hipostática’ del Poder público y la colectividad por él regida.” Por eso la nación como tal es inconciliable con la existencia de ciudadanos y no-ciudadanos, por ejemplo con la esclavitud. El Estado nacional es en su raíz misma democrático, por debajo de todas las diferencias de formas de gobierno; consiste en un proyecto de empresa común, su realidad es dinámica, consiste en hacer, en actuación.

España no era una nación en el siglo xi, pero esto no quiere decir tampoco que no fuera “nada”; Spania era una idea fecunda que había quedado desde el Imperio Romano, pero no una idea nacional, como no lo había sido la Hélade para los griegos del siglo IV. Y concluye: “Hélade fue para los griegos del siglo IV, y Spania para los ‘españoles’ del XI y aun del XIV, lo que Europa fue para los ‘europeos’ en el siglo XIX.” Pero estamos en el XX; y así como se llegó al siglo XV, “ahora llega para los europeos la sazón en que Europa puede convertirse en idea nacional.” Estas ideas son las que Ortega desarrolla, angustiado, en el “Prólogo para franceses” y el “Epílogo para ingleses”, cuando ve que Europa se va a destruir, se va a ir de entre las manos, por cerrazón mental y falta de imaginación. Pero hay que decir que ese prólogo y ese epílogo todavía no han sido entendidos por sus destinatarios. Y así van las cosas.

Apenas podría encontrarse una página en La rebelión de las masas que no tenga actualidad; más aún: que no tenga porvenir, que no sea anticipadora. En conjunto, este libro es mucho más verdadero que hace cuarenta y cinco años; se ha ido haciendo verdadero, es decir, verificando. La crisis de las normas, la creencia de que ya no hay mandamientos —de ninguna clase—, de que hay sólo derechos y ninguna obligación, la sustantivación de la “juventud” como tal, hasta hacer de ella un chantaje, todo eso está filiado con singular precisión hace cuarenta y cinco años, mostrado como una ingente falsedad, como una suplantación de la realidad, que amenaza anular una época espléndida.

Porque Ortega pensaba que la nuestra lo es. El “niño mimado”, el “señorito satisfecho” comprometen algo maravilloso, que no han creado y que ni siquiera saben comprender y estimar. Durante unos años, desde que el mundo se puso difícil, cuando la vida se convirtió en algo adverso, penoso, que reclamaba esfuerzo y entusiasmo, el “hombre-masa” se batió en retirada. Desde que comenzó la guerra civil española, sobre todo desde que se desencadenó la Guerra Mundial, en los años duros de la reconstrucción, no había en Occidente niños mimados, porque nadie podía mimarlos. Por eso ha habido un par de decenios admirables, entre 1945 y 1965, poco más o menos. Pero la nueva facilidad, la abundancia, la increíble prosperidad conseguida por los principios democráticos y la ciencia occidental, en Europa, en América y en aquellas porciones del mundo que han adoptado esos principios, ha aflojado los resortes, y una nueva ola de “señoritismo” se ha derramado sobre el planeta. Y con ella, una reactualización de La rebelión de las masas, una nueva promoción de hombres-masa, de “bárbaros especialistas”, de hombres que porque dominan una parcela del saber hablan con petulancia y autoridad de todo lo que desconocen.

La pleamar ha llegado a los más altos acantilados: a los que han profesado las humanidades, a los que se han seguido llamando filósofos. Y hoy la situación social de la filosofía es más baja que en toda la Edad Moderna, más que hace un siglo —época que gusta de imitar—. Esto me parece excelente, porque dentro de poco no va a haber ninguna razón accesoria o superficial para dedicarse a la filosofía, y se volverá a ejercitar por aquellos que no tengan remedio, que no puedan vivir más que haciéndola.

Quizá entonces vuelva a imponer su sutil imperio la filosofía —quizá obligue al íntimo asentimiento a la verdad—, y Europa, mejor dicho Occidente, pueda tomar posesión de su propia realidad.

Por eso he intentado ayudar a que La rebelión de las masas empiece a leerse como lo que es: un libro de filosofía.


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